miércoles, 20 de septiembre de 2017

La última etapa de la madurez

El otro día me puse a escribir.
Hay muchas formas de escribir, no sé si lo sabéis. Fundamentalmente, se puede escribir para uno o para otros. Se puede escribir con un propósito o con la única meta de dejar correr ideas.
Las personas pensamos en palabras, y con esas palabras, nuestro cerebro construye imágenes. Así que no es de extrañar que mucha gente utilice la escritura para poner en orden ideas; los psicólogos les piden a sus pacientes que escriban su historia no sólo para ordenarla, sino porque muchas veces en el transcurso de la narración surgen hechos inconscientes, sentimientos que estaban ahí y no reconocemos o incluso, hechos y recuerdos reprimidos.
Yo el otro día me puse a escribir para mi, sin un propósito claro, partiendo de un curriculum redactado. Era mi historia y me apetecía saber cómo iba, en qué capítulo me hallo en este momento.
Quizás debí escribir esta entrada entonces y no ahora, porque hoy me resulta más difícil poner mis ideas negro sobre blanco.


Ayer fue un día duro. Mi padre estuvo muy mal. A pesar de contar con ayuda y apoyo tanto familiar como en esta red virtual que tantas alegrías me da, no pude evitar llamar a emergencias. Al mismo tiempo, el padre de una amiga era ingresado en la UCI con un pronóstico grave. Es jodido el tema.

Vamos cumpliendo años. Tenemos hijos (o no), formamos nuestras propias familias o entornos y pensamos que somos los únicos que lo hacemos. En nuestra mente permanece una imagen de nuestra propia historia personal en la que nosotros somos más jóvenes y nuestros padres también. Nosotros tenemos los espejos, y vamos siendo más o menos conscientes de que nos hacemos mayores. Pero sólo tomamos consciencia de ese mismo hecho en nuestros padres en momentos así; cuando enferman. Y nos damos la hostia.

Es curioso, pero sabemos cómo reaccionar cuando nuestros hijos enferman, y cuando no lo sabemos solemos buscar, utilizar las redes, buscar en internet. Pero nuestros padres... Eso es mucho más duro. Hasta hace nada, eran ellos quienes cuidaban de nosotros.

La imagen que yo tengo de mi padre es de un señor grande, de espaldas anchas, que nos llevaba al campo en verano; recuerdo un día, en San Feliz, después de comer una tortilla, que nos pusimos a jugar con él y se "puso" para que saltáramos al potro; el potro era él, claro. Tenía unas espaldas tan anchas, que yo nunca fui capaz de saltarlo, me quedaba a la mitad, y de potro pasaba a caballo. Ahora pesa 50 kilos (si los pesa), y ayer yo lo senté en la cama a plomo, y le coloqué de lado sin ayuda.

Es difícil colocar esa nueva imagen de los padres. Frustrante. Es reconocer que ya no hay nadie ahí para cuidarnos, sino que somos nosotros los que debemos coger el testigo. Es la última etapa de la madurez.

Y eso es lo más duro. Duro de cojones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario