domingo, 23 de junio de 2019

Buenas madres

Por fin ha finalizado el curso.
De verdad, lo juro. El "por fin" es de verdad.
Soy de esas madres que están deseando los fines de semana, los puentes, las vacaciones.
No me gusta la dinámica escolar. Interfiere en nuestra vida familiar. Se inmiscuye en nuestros ritmos y en nuestras relaciones. Toda la disciplina académica se infiltra en los estados de ánimo, conversaciones, actividades, descansos, ... Y me molesta. Mucho.

El caso es que,  el otro día, durante la graduación de mi hija pequeña, hice este mismo comentario. "¡Por fin vacaciones!" Alguien a mi lado dijo algo así como "¡Qué buena madre!" Lógicamente, ante esta afirmación, otras dedujeron que ellas, que se sienten agobiadas por la perspectiva de estar días y días con sus hijos sin saber exactamente cómo afrontarlo, son malas madres. Es decir, que la suposición de que soy buena madre porque no me agobio está confrontando a dos madres.

Yo no soy ahora la misma madre que era cuando nació mi hija mayor. Estaba agotada, sobrepasada, deprimida. Nada era como me lo habían contado y estaba segura de que la culpa la tenía yo. Todo el mundo sabía mucho mejor que yo cómo afrontar las situaciones con mi hija, y yo sólo sabía sentirme culpable. Recuerdo que apunté a mi hija a una extraescolar que daban dos días a la semana cuando estaba en infantil, porque así estaba menos tiempo en casa, y esa hora más (después de las 5 del colegio normal) yo la vivía como un alivio. Si mi marido se iba por temas de trabajo, yo me iba a casa de mi madre, porque mi padre se encargaba de todo, porque yo sola no sabía qué hacer con una niña que, además, tenía una actividad que no se correspondía con lo que me habían contado.

Cuando ahora doy charlas a las madres, la mayoría de ellas en esa etapa silenciada que es el puerperio, les digo que lo primero que hay que hacer es ajustar las expectativas a la realidad. Porque veréis: las cosas no son como nos han contado. Los niños demandan mucha atención. Esos que llamamos "tranquilos" son en realidad casos muy aislados, y en épocas pretéritas probablemente son niños que no hubieran sobrevivido a los rigores de su propia existencia.
Nuestra vida no va a ser la misma. No puede ser la misma. Nosotras no somos las mismas. No podemos exigir a un bebé que sólo comprende el cuerpo de su madre, que salga de ahí; y somos responsables de su bienestar, lo que incluye facilitarle ese cuerpo. Un cuerpo que va a tardar en volver a ser sólo nuestro. Años. O quizás nunca lo vuelva a ser.
Y esto que digo no es malo. Sólo lo es si no tomamos consciencia de ello, si pretendemos que la vida no cambie, que nosotras no cambiemos. Si no entendemos que con cada parto un trozo de nosotras deja de ser nuestro para convertirse en otro cuerpo. Pero cuando el trabajo que hacemos es el de comprender eso, entonces nada es un sacrificio, sino simplemente la vida.

Detrás de una madre agobiada por el tiempo con sus hijos está una mujer agotada, a quien la sociedad ha mentido y a quien su entorno no sabe apoyar.
Cuando veo una madre sobrepasada hasta tal punto que no es capaz de disfrutar de sus hijos como si disfrutara de su propio cuerpo, lo que veo es a una mujer herida que saca fuerzas de donde no sabe ni que las tiene, para gestionar un cúmulo de emociones que nadie le está ayudando a comprender.
Y aún así, esas madres se hacen cargo, tiran de todas sus fuerzas para hacerlo de la mejor manera posible. Y muchas de ellas lo hacen de puta madre.

Por otra parte, cuando una madre, como yo, dice que está deseando las vacaciones, es probable que quien la felicite por ser tan buena madre, tenga en su mente la imagen de esa mujer protagonizando un anuncio de aceite para bebés las 24 horas del día, y no. Los placeres son muy sencillos y no nos pasamos el día inventando juegos ni actividades maravillosas para nuestros hijos. Sólo nos levantamos unos minutos más tarde, disfrutamos el desayuno sabiendo que no hay que decir mil veces a alguien que tiene que darse más prisa, vivimos el día a día con la tranquilidad de saber que nadie va a llorar o desesperarse por un examen o una nota, o una impertinencia de profesor (que las hay a millones). Y luego la vida es igual. Sin grandes actividades más allá de una partida de Cluedo de vez en cuando, o quizás un día tonto de piscina. Es sólo la tranquilidad de saber que mi cuerpo está entero y no tengo que forzarlo.

Así que, si alguien me pregunta a mi quién es mejor madre, si la que está tranquila y gozando del tiempo o la que lucha constantemente con todo y aún así consigue pasar un verano entero sin desesperarse, ya os digo yo, que gana la segunda.

Y quien hace el juicio tan precipitado lo que debería hacer es pensar un poco en cómo puede apoyar a quien lo necesita para que viva su maternidad con mucha más alegría. Porque al final, quien importa es quien te acompaña.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Maternidad y Política

Estoy segura de que os acordaréis de doña Soraya Sáez de Santamaría, en el balcón de Génova celebrando la victoria del PP a los pocos días de parir; y de paso del “que no bote Soraya” del señor Rajoy, que qué bien hubiera estado calladito el hombre, de verdad.
Y estoy segura también de que muchos de vosotros habéis leído en muchos blogs argumentos a favor y en contra de la decisión de doña Soraya de reincorporarse al trabajo (tenéis que entenderlo, iba a ser la prime) tan cerca de su parto.
Yo tengo las cosas muy claras, y además soy vehemente y visceral, así que siempre me he posicionado en contra. Entendedme, ante todo respeto. Si esta mujer fuera una de esas mujeres que vienen a la tienda, a las que conocen en su casa a la hora de cenar, pero no salen en los telediarios, pues hubiera procurado no juzgarla y acompañarla en su decisión de ir a dar el callo y demostrar qué bien trabaja en pleno puerperio; bien pensado, esta mujer no hubiera ido por La Teta y Más a pedir consejo, supongo. Pero bueno, da igual. Que yo la respeto.
Pero claro, cuando es una mujer dedicada a la política, que además (eso lo lo supimos más tarde, pero segurísimo que ella ya lo sabía entonces) iba a convertirse en la mujer más poderosa desde Isabel la Católica, pues a mi me quemó bastante.
Si yo hubiera sido ella, no hubiera renunciado ni a un día de mi permiso. Es más: hubiera dedicado la primera sesión plenaria a la que hubiera tenido que ir a discutir sobre la necesidad de ampliar el permiso de maternidad, porque he tenido que dejar a mi crío llorando, mire usté, que lo que necesita es la teta de su madre y no a la niñera que está con ella.
Pero es que no soy ella. Ni ella soy yo.

Todos los que opinamos sobre lo que debía o no hacer Soraya, caímos en el mismo error: pensar en lo que nosotras hubiéramos hecho de ser ella. Y nadie se ha dado cuenta, de que ella, sólo es ella.
Porque yo no tengo las vivencias, ni las inquietudes, ni las experiencias de doña Soraya. Ni sé cuáles son las presiones, ni la tolerancia que tiene a esas presiones, que esa es otra.

Y por supuesto que no me representa. Pero es que en mi caso, no me representaba antes tampoco. No voy de ese palo. Ojo, ¿eh? que tampoco me representa la Chacón, no os llevéis a engaño.
A mi me representa Licia Ronzulli, ¿os acordáis de ella? Esta mujer, diputada por el partido de un
innombrable, se vio obligada, por presiones políticas, a votar en el parlamento europeo a pocos días de dar a luz. Igual que muchas mujeres, en esta España nuestra que es la leche, se ven obligadas, por su estatuto de autónomas, a abrir su negocio mucho antes de las 6 semanas “reglamentarias y de obligada disposición para la mujer”. Y lo que hizo, puesto que no se podía negar, fue cargarse a su cachorro en un fular elástico (por cierto, chulísimo fular elástico) e ir a votar con él. Y si tocó dar la teta, pues la dio. Y a quien no le guste, que no mire. De la misma manera que me representó en su momento, la diputada podemita con el rorro en ristre que tanto dio que hablar.
A mi me hubiera gustado esa imagen en doña Soraya. Igual que me hubiera gustado en doña Carma. Cumpliendo con su obligación, puesto que poder manda, y yo no puedo ponerme en su lugar ni ellas en el mío. Pero con su hijo como bandera, dejando claro que lo importante es eso; y que lo es no sólo para una madre, sino para una sociedad entera.
Pero a lo mejor doña Soraya no ha visto todavía las ventajas de los buenos fulares elásticos, ni lo chulos que son. O alguien le ha dicho que un niño está mejor con la niñera, y que cuando sea grande estará orgulloso de esa madre que no conoce (y en ese caso, ojalá pudiera abrazarla, porque estará sufriendo lo suyo, pensando lo poco importante que es para su hijo, que estará mejor con la niñera). O alguien le ha recordado que España y su partido la necesitan más que su crío (oye, que por mi no lo haga, ¿eh?). O cuales sean sus circunstancias personales.
Y por eso, porque no sé qué ha pasado por la cabeza y la vida de esta mujer, me voy a ahorrar lo de que su crío también tiene derechos, y nadie parece recordarlo.
Ahora, perdónenme, quienes leen mis desvaríos: lo que voy a criticar siempre es el “Soraya que no bote”. Porque si no querías que botara, si para ti es tan importante su salud, no la hubieras llamado. Y ya que está, que bote, leñe.

Identificación

Esta entrada tiene ya unos añitos, concretamente 7 años como 7 soles. La recupero del blog que estoy cerrando, porque creo que hay cosas que no puedo dejar que se pierdan. Es cierto que no se basa en noticias frescas, sino en imágenes y cuestiones que pasaron hace 7 años. Bueno, que estuvieron pasando, en realidad, hasta hace un año y pico. Estos vídeos, y estos testimonios, incluido el mío, no quiero que se pierdan. Ahí va


Mi nombre es Raquel García Hernando, tengo 38 años y soy periodista. Es cierto que la vida me ha llevado por derroteros muy lejanos (o quizá no tanto) de la información periodística. Fui madre, y una jefa rumbosa me echó a la calle para que pudiera dedicar tiempo a mi hija (cágate lorito, que me echan y es por mi bien). Fue el ejercicio empresarial del periodismo el que me alejó de ese camino, pero todavía recuerdo por qué, desde muy pequeña, quise dedicarme a ese loco oficio del que se juega las pelotas por poner palabras a quien no puede hablar y cara al invisible. Digo todo esto, porque hoy me han entrado muchas ganas de llorar. Creí que lo de recibir ostias como panes era cosa de esos corresponsales que se van a donde vuelan balas o porras o las dos cosas para que los que estamos disfrutando del llamado “Estado de Derecho”, nos demos cuenta de la suerte que tenemos al vivir en un país donde podemos exigir unos derechos, y vivimos seguros y dignos. Y voy, y veo esto:   Es decir, que una panda de gilipollas vestidos de negro (recordemos a los que iban de alivio), pueden parar a quien les salga de la misma, arrear de bofetadas sin aviso ni provocación y dejar tirado a alguien a quien han podido lesionar seriamente. En Madrid. Una panda de gilipollas, digo, que al parecer no son los únicos gilipollas vestidos con el mismo uniforme: Aquí estoy acostumbrada a arremeter contra ginesaurios que creen que la palabra respeto es una simpática sucesión de letras que unas cuantas locas blanden para que las dejen parir agarradas a los árboles, y resulta que la cosa no es preceptiva del sector médico. Vamos, que ya sospechaba yo que cafres había en más sitios que en las consultas de los hospitales y centros de especialidades de este país. Pero que las mismas personas a las que confiamos nuestra seguridad sean capaces de tal muestra de bestialidad ya me preocupa. Y yo que pensaba que lo único que quería era que mis hijas parieran en paz, y ahora tengo que preocuparme por si las van a dejar o no decir lo que les salga de su mismísimo útero en mitad de la calle sin que la poli les parta la cara…

Nuestros hijos, los maestros

En los últimos años, he desarrollado una teoría.

Por supuesto, la teoría no es mía, no me voy a poner medallas que no me corresponden. Pero lo cierto es que, desde mi primera maternidad, he sufrido una “conversión” hacia ella; mi vida, mis experiencias con mis hijas, me han demostrado su veracidad.
Veréis: los niños vienen a este mundo a enseñarnos algo. Tienen en ellos la sabiduría del todo, y nosotros vamos despojándoles de ella, hasta que la pierden, y ya están listos para “ser mayores”. Y así, generación tras generación.
Hay veces (desgraciadamente las más) en que pasan esa primera niñez sabia sin conseguir enseñarles nada a sus padres ni a su entorno; pero hay otras en las que algo cogemos.
Cuando nació mi hija mayor, yo estaba convencida de que los niños no saben nada, y hay que enseñarles todo. Un cerebro vacío que necesita ser llenado. Y además, tiene fecha de caducidad: lo que un niño no haya aprendido a los 3 años no lo va a aprender nunca.
A ver, hago un inciso, que luego me linchan.
No me estoy refiriendo, obviamente, al aprendizaje de ninguna disciplina, como las matemáticas o la física cuántica; ni de hacer a un bebé políglota. Me refiero a aprender cosas que les ayuden a ser felices, sus pautas de comportamiento.
Quienes defienden la teoría de los 3 años, curiosamente también aseguran que lo que debe aprender un niño antes de los 3 años que le va a hacer más feliz es a obedecer ciegamente, plegarse a normas sociales, aunque nos parezcan absurdas, dormir (según una pauta adulta, quiero decir) etc.
Después de describir esto, os podéis imaginar que yo era una madre estresadísima: había que tener una férrea rutina para ayudar a la nena a entender todo lo que venía a continuación, y observar una disciplina en sus conductas sociales, porque eso hace “felices” a los niños.
Estaba tan obsesionada por las normas, que me perdí todas las cosas que Laura venía a enseñarme, y que ella ya ha olvidado. O quizá fue precisamente eso lo que quería enseñarme. El caso es que todavía ahora, muchos años después,  estoy intentando enmendarme con ella.

Cuando realmente me he dado cuenta de la sabiduría de los niños (y ya de paso, de mis meteduras de cazo con Laura) ha sido la llegada al mundo de Diana, mi bruja buena, que va a cumplir hace ya unos cuantos años.
Si todo el mundo se empeñaba en decir que la rutina era buena para los niños, ella me enseñó que cuando pautaba algo sus cosas, no ganaba peso. Si los demás se encargaban de decirme que no se duerme a los niños en la cama de los padres, ella dijo que si no era ahí, no dormía y punto. Y de esas, a docenas. Pero las que han callado la boca,  que son las que más se notan (aparte de que es una niña feliz, cabal y equilibrada, pero eso para algunos es pura coincidencia, así que me voy a lo más físico).
A Laura hubo que quitarle el pañal. Por si no lo sabéis, los niños no son capaces de dejar de mearse y cagarse encima solos: son la única especie animal que necesita adiestramiento, así que a Laura nos la llevamos a un clima cálido, y con 2 años, le enseñamos a no usar pañal. No quiero pensar lo que lloró; semanas llevando una bolsa de bragas a todas partes y poniéndola a hacer pis cada hora para enseñarla.
Diana eso no lo cató. Y mira que hasta yo me empecé a preocupar porque al cumplir 3 años ella seguía usando el puñetero pañal, y en el cole no se admitía a ningún niño con pañal (dí que yo, si no se quitaba el pañal, con no llevarla al cole…). El caso es que un día llegó a casa de mis suegros y dijo que ya era mayor para usar pañal; se lo quitó delante de todo el mundo, y se fue a hacer pis al bidé. Ya está. Ese fue todo el esfuerzo del control de esfínteres.

Otro caballo de batalla ha sido el sueño. Es donde la gente más opina. Eso y la teta, y como en los niños amamantados lo normal es que ambas cosas vayan de la mano, ya tenía la polémica servida.
El caso es que la peque siempre ha dormido en la teta (¿dónde si no?) y luego en mi cama (repito, ¿dónde si no?), así que os podéis imaginar los comentarios. Y los que no comentan, meten indirectas. Es como si la peña tuviera miedo de que Diana me pidiera teta el día de su boda; que ya adelanto, por si alguien no conoce el final, que la nena se destetó sin problemas, cuando le tocó hacerlo.

¿Sabéis lo que me ha enseñado Diana? Que los niños no son calderos vacíos, que son seres independientes desde que nacen, siempre que se les procure un hábitat correcto, porque desde que nacen, son capaces de decidir qué es lo mejor para ellos en cada momento. Sólo hace falta escucharlos.
Y a vosotras, ¿qué os han enseñado vuestros hijos?