miércoles, 20 de febrero de 2019

Nuestros hijos, los maestros

En los últimos años, he desarrollado una teoría.

Por supuesto, la teoría no es mía, no me voy a poner medallas que no me corresponden. Pero lo cierto es que, desde mi primera maternidad, he sufrido una “conversión” hacia ella; mi vida, mis experiencias con mis hijas, me han demostrado su veracidad.
Veréis: los niños vienen a este mundo a enseñarnos algo. Tienen en ellos la sabiduría del todo, y nosotros vamos despojándoles de ella, hasta que la pierden, y ya están listos para “ser mayores”. Y así, generación tras generación.
Hay veces (desgraciadamente las más) en que pasan esa primera niñez sabia sin conseguir enseñarles nada a sus padres ni a su entorno; pero hay otras en las que algo cogemos.
Cuando nació mi hija mayor, yo estaba convencida de que los niños no saben nada, y hay que enseñarles todo. Un cerebro vacío que necesita ser llenado. Y además, tiene fecha de caducidad: lo que un niño no haya aprendido a los 3 años no lo va a aprender nunca.
A ver, hago un inciso, que luego me linchan.
No me estoy refiriendo, obviamente, al aprendizaje de ninguna disciplina, como las matemáticas o la física cuántica; ni de hacer a un bebé políglota. Me refiero a aprender cosas que les ayuden a ser felices, sus pautas de comportamiento.
Quienes defienden la teoría de los 3 años, curiosamente también aseguran que lo que debe aprender un niño antes de los 3 años que le va a hacer más feliz es a obedecer ciegamente, plegarse a normas sociales, aunque nos parezcan absurdas, dormir (según una pauta adulta, quiero decir) etc.
Después de describir esto, os podéis imaginar que yo era una madre estresadísima: había que tener una férrea rutina para ayudar a la nena a entender todo lo que venía a continuación, y observar una disciplina en sus conductas sociales, porque eso hace “felices” a los niños.
Estaba tan obsesionada por las normas, que me perdí todas las cosas que Laura venía a enseñarme, y que ella ya ha olvidado. O quizá fue precisamente eso lo que quería enseñarme. El caso es que todavía ahora, muchos años después,  estoy intentando enmendarme con ella.

Cuando realmente me he dado cuenta de la sabiduría de los niños (y ya de paso, de mis meteduras de cazo con Laura) ha sido la llegada al mundo de Diana, mi bruja buena, que va a cumplir hace ya unos cuantos años.
Si todo el mundo se empeñaba en decir que la rutina era buena para los niños, ella me enseñó que cuando pautaba algo sus cosas, no ganaba peso. Si los demás se encargaban de decirme que no se duerme a los niños en la cama de los padres, ella dijo que si no era ahí, no dormía y punto. Y de esas, a docenas. Pero las que han callado la boca,  que son las que más se notan (aparte de que es una niña feliz, cabal y equilibrada, pero eso para algunos es pura coincidencia, así que me voy a lo más físico).
A Laura hubo que quitarle el pañal. Por si no lo sabéis, los niños no son capaces de dejar de mearse y cagarse encima solos: son la única especie animal que necesita adiestramiento, así que a Laura nos la llevamos a un clima cálido, y con 2 años, le enseñamos a no usar pañal. No quiero pensar lo que lloró; semanas llevando una bolsa de bragas a todas partes y poniéndola a hacer pis cada hora para enseñarla.
Diana eso no lo cató. Y mira que hasta yo me empecé a preocupar porque al cumplir 3 años ella seguía usando el puñetero pañal, y en el cole no se admitía a ningún niño con pañal (dí que yo, si no se quitaba el pañal, con no llevarla al cole…). El caso es que un día llegó a casa de mis suegros y dijo que ya era mayor para usar pañal; se lo quitó delante de todo el mundo, y se fue a hacer pis al bidé. Ya está. Ese fue todo el esfuerzo del control de esfínteres.

Otro caballo de batalla ha sido el sueño. Es donde la gente más opina. Eso y la teta, y como en los niños amamantados lo normal es que ambas cosas vayan de la mano, ya tenía la polémica servida.
El caso es que la peque siempre ha dormido en la teta (¿dónde si no?) y luego en mi cama (repito, ¿dónde si no?), así que os podéis imaginar los comentarios. Y los que no comentan, meten indirectas. Es como si la peña tuviera miedo de que Diana me pidiera teta el día de su boda; que ya adelanto, por si alguien no conoce el final, que la nena se destetó sin problemas, cuando le tocó hacerlo.

¿Sabéis lo que me ha enseñado Diana? Que los niños no son calderos vacíos, que son seres independientes desde que nacen, siempre que se les procure un hábitat correcto, porque desde que nacen, son capaces de decidir qué es lo mejor para ellos en cada momento. Sólo hace falta escucharlos.
Y a vosotras, ¿qué os han enseñado vuestros hijos?

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